método universal de poesía derivada


Qué ganas a veces de agarrar un poema como se agarra un zapato, y como a éste, pisarlo durante días de infatigable paseo. Si hace falta, untarlo con las materias inmundas del trajín cotidiano y, tras haberlo mojado en un charco de lluvia, frotar con furia sus versos contra un cachito de hierba. Qué disfrute: meter una piedra, un palito, entre sus cambios de estrofa, y guardar junto al último verso un tornillo encontrado en la calle. Dejar de leer las prístinas palabras del espíritu desde el confín lujoso de una torre de mármol y comenzar a leer sobre los puentes peatonales, desde las trágicas glorietas y en las esquinas lúgubres de una ciudad real, a medias conocida. Hacer dialogar el poema con el entorno inmediato: sacarlo de su red significante de alturas invisibles y dejar que discuta con el mercado de enfrente, con el vocerío de las señoras que instruyen a sus hijos en el parque oxidado. Ensuciar una rima perfecta con el pregón atonal de los afiladores. Subvertir la sintaxis con la ayuda del semáforo y forzar el ritmo de la dicción más prudente atravesando la calle a lo que dan las piernas.

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