Variaciones sobre lo visible y lo decible en Foucault

Por: Bernardo Rengifo

Entre otros aspectos, la exposición de César sobre la lectura mostró varias inquietudes que manifestaban Fuery y Mansfield en torno a la emergencia, consolidación y extensión de las culturas visuales en el campo de los estudios culturales y críticos, su reciente introducción en los departamentos universitarios y las publicaciones dedicadas a esta área de estudio.
Pues bien, según los autores una de las fuentes o corrientes que podría nutrir al campo de las culturas visuales sería el “postestructuralismo” y en particular Foucault, autor que también es citado por Martin Jay en el artículo que revisaremos , donde indaga sobre problemas relacionados con el tema que nos ocupa y en concreto, lanza dos preguntas que nos permiten anticipar (o descartar) una posibilidad analítica desde los trabajos del filósofo.
Otra fuente relevante que podría ser evaluada en ese contexto es el capítulo que dedicó Deleuze a las relaciones entre lo visible y lo enunciable en Foucault . Así que resumiré los puntos fuertes de esos textos de Deleuze y Jay, para luego exponer algunos comentarios breves.

Deleuze, estratificación e historicidad en lo visible y lo enunciable

Sin duda, los temas de la mirada y la historicidad de las visibilidades fueron constantes en las investigaciones de Foucault, hasta el punto de constituir uno de los ejes problemáticos en sus obras. Desde sus preocupaciones (señaladas por Jay, Shapiro y otros) sobre la mirada médica, la arqueología como empresa de revisión del ver histórico, el tema profundo y crítico del panoptismo, etc., hasta sus trabajos finales sobre la mirada “hacia sí mismo” en la cultura grecorromana, se puede constatar una extendida atención de Foucault hacia las dimensiones de lo visible y lo decible como formas privilegiadas de articulación del saber. En su capítulo sobre el tema, Deleuze parte de los estratos (o en general, épocas o formaciones históricas) en Foucault como categoría inicial que nos permitiría comprender mejor las relaciones de composición que se establecen entre la historicidad de los saberes y sus formas de visibilidad y decibilidad.
Deleuze afirma: los estratos son como “capas sedimentarias”, formaciones históricas o positividades , hechas de cosas y palabras, de ver y de hablar, de visibles y decibles, contenidos y expresiones, superficies de visibilidad y campos de legibilidad (en resumen, los ojos y la voz) (Deleuze, 1987: 75). Esto nos permite establecer dos líneas para los componentes del saber:
1. Contenidos – cosas – ver – visibles o superficies de visibilidad.
2. Expresiones – palabras – hablar – decibles o campos de legibilidad.
Deleuze continúa : tanto los contenidos como las expresiones tienen una forma y una sustancia (por ejemplo, la prisión y los que están en ella para los contenidos; el derecho penal y la delincuencia, para las expresiones). Una época no preexiste a los enunciados que la expresan ni a las visibilidades que la ocupan. Cada estrato, época o formación histórica implican una distribución de lo visible y lo enunciable. Cuando se producen transformaciones de saber, es porque una visibilidad ha cambiado de modo y unos enunciados han cambiado de régimen (por ejemplo, la época clásica “hace ver” al loco en el manicomio y lo nombra distinto a como lo hacía la Edad Media). Las maneras de decir (discursividades) y las maneras de ver (evidencias) se combinan de manera particular en cada estrato. De un estrato a otro existen diferencias de distribución de las discursividades y las evidencias, existe variación y nueva combinación entre las dos (en eso consistirían, en el fondo, las diferencias históricas). El saber se define por las combinaciones entre lo visible y lo enunciable específicas de cada estrato o formación histórica. Es un dispositivo de enunciados y visibilidades, un agenciamiento práctico (Deleuze, pp. 76-77).
Al interior de un estrato existen umbrales de etización, politización, estetización, etc., es decir, direcciones que puede tomar el saber y que no necesariamente conducen a la ciencia (la ciencia sólo es un umbral más al interior de un estrato). Fenómenos como la experiencia perceptiva de una época, los valores de lo imaginario, las ideas, la opinión común, etc., obedecen a la dirección que determina el saber como “unidad de estrato”. La arqueología del saber consistiría en descubrir las discursividades y visibilidades de un estrato desde el punto de vista de su unidad como saber, pero también sus distribuciones, desplazamientos, formas de producción, conformación de estrategias, etc. Pero tanto las visibilidades como los enunciados no son evidentes; es necesario “romper [fendre: hender, escindir] las palabras y las cosas” para encontrar los enunciados y la luminosidad de los estratos. Porque los enunciados no están en las palabras y las visibilidades no están en las cosas (p. 81).
Los enunciados no son directamente legibles o decibles; es necesario elevarse hasta sus condiciones extractivas, que tienen que ver con el “ser del lenguaje”, con el existir del lenguaje bajo la “regularidad enunciativa”: el ser del lenguaje varía en cada formación histórica pero no por ello deja de tener cierta regularidad interna en cada época (cada época dice todo lo que puede decir en función de sus condiciones de enunciado). Esto significa que cada época tiene su manera particular de agrupar el lenguaje, en razón de sus corpus (loc. cit.) .
Las visibilidades no son inmediatemente vistas ni visibles. Incluso son invisibles mientras uno se limite a los objetos, a las cosas y a las cualidades sensibles sin elevarse hasta la condición que los abre (es decir, la “luz”). Tal como existe lenguaje, existe luz. Por ejemplo, las arquitecturas no son sólo monumentos o combinaciones de cualidades, sino fundamentalmente formas de luz que distribuyen lo visto y lo no visto, lo claro y lo oscuro, lo opaco y lo transparente, etc. (las Meninas de Velásquez sería un régimen de luz que abre el espacio de la representación clásica: se distribuye allí a “los que ven” y “lo que se ve”, los intercambios y los reflejos, hasta llegar al lugar del rey). En resumen: de la misma manera en que los enunciados son inseparables de regímenes de distribución, las visibilidades son inseparables de máquinas de luz. Otro ejemplo: cada formación médico histórica ha modulado una luz primordial para constituir un espacio de visibilidad de la enfermedad. Hay un “ser luz” como hay un “ser lenguaje”. El ser luz hace visibles o perceptibles las visibilidades, de la misma manera en que el ser lenguaje hace decibles o legibles los enunciados. Cada formación histórica ve y hace ver todo lo que puede en función de sus condiciones de visibilidad, al igual que dice todo lo que puede en función de sus condiciones de enunciación (pp. 83-88).
El lenguaje “contiene” palabras, frases, proposiciones..., pero no contiene a los enunciados, los cuales se diseminan según distancias irreductibles. Las palabras, frases o proposiciones no contienen el enunciado sino que es el enunciado lo que les da un sentido, según el estrato. Por su parte, las cosas “poseen” cierta luz, pero no poseen las visibilidades, que son las condiciones bajo las cuales las cosas son visibles según el estrato. Hablar y ver, los enunciados y las visibilidades, son elementos puros, condiciones a priori bajo las cuales se formulan las ideas, se observan las cosas, se construyen las teorías (modos de ver). Las visibilidades forman con sus condiciones una receptividad y los enunciados forman con sus condiciones una espontaneidad. Receptividad de la luz y espontaneidad del lenguaje. En Foucault, el cógito cartesiano es reemplazado por la espontaneidad del lenguaje y la percepción es reemplazada por la luz como nueva forma del espacio-tiempo kantiano. Porque ni lo visible ni lo enunciable dependen de un sujeto histórico; el sujeto es más bien una especie de función entre lo visible y lo decible, que está articulada al estrato. Pero los enunciados son irreductibles a las visibilidades y al revés; es decir, no comparten la misma naturaleza ni son determinaciones absolutas mutuas. Existe coadaptación entre lo visible y lo decible: la diferencia de naturaleza entre la forma de contenido y la forma de expresión (entre lo visible y lo enunciable) hace posible la composición de cada estrato y, por tanto, del saber. Ver no es hablar y hablar no es ver (Blanchot), aunque puedan estar compenetrados. No existe isomorfismo ni conformidad entre lo visible y lo enunciable, aunque pueda existir presuposición recíproca. Las dos formas del saber, es decir, la visibilidad y la decibilidad, no tienen la misma génesis o genealogía. Entre las dos se establecen o se rompen alianzas, cruzamientos, en ciertos umbrales y bajo ciertas condiciones. Por ejemplo, la prisión no surgió del derecho penal sino de un horizonte disciplinario (pp. 88-97).
La verdad es inseparable de un procedimiento que la establece y la historia puede también concebirse desde las prácticas de ver y decir; de ahí que las preguntas más pertinentes serían: ¿Qué se ve en tal estrato y en tal umbral? ¿Quién o qué habla en tal estrato y en tal umbral?

Martin Jay: ¿Parresia visual? Foucault y la verdad de la mirada

En este artículo, Jay aborda aspectos relevantes sobre la verdad, la mirada, la hegemonía del ojo y aportes de autores como Derrida, Shapiro, Heidegger, Shapin, De Certeau, etc. Se trata de un texto que podría ser reseñado desde varios ángulos, pero nos concentraremos en los aportes de Foucault.
Jay parte del reconocimiento de una constante relación entre visibilidad y veracidad: desde el punto de vista jurídico, nos recuerda que el testimonio del testigo que “ha visto” suele prevalecer sobre el que “ha oído” y que la palabra evidencia proviene de videre, que significa ver (Jay, pp. 10-11). Con todo, observa que también se ha criticado mucho la hegemonía del ojo, o el “ocularcentrismo” en la cultura occidental. Y Foucault habría centrado mucho de su pensamiento en las relaciones entre lo visible y lo decible, el panoptismo, la vigilancia, la mirada médica, etc. Pero Jay no insinúa que Foucault haya reivindicado una epistemología visual, como la que va de Descartes a la fenomenología, sino que sus análisis estarían marcados por una suerte de “ocularismo” o dinastía del ojo, lo visible, la luz, etc. (de hecho, precisa cómo se ha sostenido, sobre Foucault, una substitución de la estética trascendental kantiana del espacio-tiempo por su dupla de visibilidad y discursividad o luz-lenguaje). Pero con varias salvedades, porque para Foucault lo visible y lo decible nunca son absolutos e inalterables sino que siempre están determinados históricamente, son susceptibles de análisis particulares gracias a su especificidad (ej. la sexualidad en Grecia y en el cristianismo; la locura en la Edad Media como fenómeno “sagrado” y la locura moderna como “enfermedad”, etc.). Jay postula la importancia de diferenciar lo escópico negativo en Foucault, como prácticas visuales represivas (el panóptico como “ojo malvado transformado en arquitectura”), de las visibilidades positivas (las pinturas de Magritte [Esto no es una pipa], Klee, Kandinsky, el papel de las imágenes en el inconsciente, etc.) (Ibid., p. 11). Foucault sería para Jay un filósofo de lo visual, muy a su manera se muestra atento al carácter diferencial de los diversos regímenes de visibilidad y en especial, a aquellos que muestran fenómenos dispares o contradictorios en distintas épocas (exceso, transgresión, alteridad, etc.). Pero más exactamente, para Foucault ver fue un arte de hacer visible lo que es impensado en nuestro ver, y abrir todavía modos no vistos de ver. Lamenta que estemos atrapados en el imperio de la mirada y que nuestras condiciones y capacidades para remontar esa hegemonía estén limitadas. De ahí lo inevitable de la resistencia, que subyace en sus análisis sobre el poder y los discursos. En el caso del régimen escópico moderno, las prácticas visuales alternativas existieron y pudieron ser nutrientes, pero no pudieron restaurar una absoluta inocencia del ojo (p. 12).
Foucault habría estado menos interesado en establecer procedimientos de verificación trascendental (del sujeto de conocimiento) que en examinar los específicos sistemas discursivos históricos que fueron la fuente de aquellos mismos procedimientos. Lo importante para Foucault era precisamente insistir en que cualquier verdad debía ser contextualizada en el discurso del que emergió. En este punto plantea Jay sus dos preguntas: primero, si Foucault interpretó ciertos regímenes discursivos para señalar el saber producido visualmente –la evidencia de los ojos y sus extensiones protésicas– como fuente privilegiada de conocimiento válido. Y si fue así, ¿cómo los evaluó? ¿fueron siempre más criticados que afirmados? En segundo lugar, si Foucault llegó a argumentar alguna vez que la visualidad podría proporcionar una táctica alrededor de la discursividad y proveer una base para una verdad que no fuera meramente el efecto de un régimen discursivo específico. Y si así era, ¿escapaba también de la atracción gravitatoria del campo de poder en el que está inmerso? (p. 13).
Según Jay, las respuestas al primer grupo de preguntas no son difíciles de responder. Foucault entendió la transición al mundo moderno precisamente en términos de un desplazamiento epocal de la verdad como una función del modo de vida correcto –moral, autocontrolado, incluso ascético–, a la verdad como evidencia del mundo exterior dada por los sentidos, en particular por la vista. Como expresa en su postfacio a Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, de Hubert Dreyfus y Paul Rabinow, la asunción de un enlace entre el acceso a la verdad y la vida ascética, que nos devuelve a los griegos, duró sólo hasta la revolución científica del primer periodo moderno. Es Descartes quien “rompe con esto cuando dice 'para acceder a la verdad, basta un sujeto que sea capaz de ver lo evidente'. La evidencia sustituye a la ascesis en el punto en que la relación consigo mismo se cruza con la relación con los otros y con el mundo. La relación consigo mismo ya no necesita ser ascética para entrar en relación con la verdad. Es suficiente que la relación consigo mismo revele la obvia verdad de lo que veo para aprehender la verdad definitivamente. Así pues, puedo ser inmoral y conocer la verdad (...). Este cambio hace posible la institucionalización de la ciencia moderna” (citado por Jay, pp. 13 y 14).
Significativamente, al mismo tiempo que estaba escribiendo estos comentarios, Foucault estuvo impartiendo unas conferencias en Berkeley que fueron agrupadas como Fearless Speech (traducido como Discurso y verdad en la Antigua Grecia, Paidós, Barcelona, 2004), en las cuales desarrolló un análisis de la noción griega de parresía o “franqueza al decir la verdad”. Los textos de estas conferencias revelan mucho sobre sus posturas en los temas que nos ocupan. El parresiastés es alguien que habla con verdad, o más precisamente, “dice todo lo que tiene en mente: no oculta nada, sino que abre su corazón y su mente por completo a otras personas a través de su discurso”. Porque este hablante es capaz de expresar sus sinceras creencias sin importarle el costo social; quien habla con parresia es alguien capaz de correr un riesgo, capaz de decir la verdad al poder, sin importar las consecuencias. En ese texto, Foucault hace una vez más la distinción entre nociones cartesianas de verdad basadas en ideas claras de un mundo exterior y la tradición de la parresía de validación vía cualidades personales: “desde Descartes, la coincidencia entre creencia y verdad es lograda en una cierta experiencia (mental) probatoria. Para los griegos, sin embargo, la coincidencia entre creencia y verdad no tiene lugar en una experiencia (neutral), sino en una actividad verbal, a saber, la parresia. Parece que la parresia no puede, en su sentido griego, darse ya en nuestro moderno marco epistemológico” (citado por Jay, p. 15).
La implicación de todo esto sugiere que hay una ruptura radical entre un régimen de verdad basado en la aparentemente desinteresada evidencia de los ojos y uno basado en la sinceridad del hablante. En la moderna era científica, señala Foucault, “el alcance del experimento parece ser identificado con el dominio de una mirada cuidadosa y de una vigilancia empírica receptiva únicamente a la evidencia de contenidos visibles. El ojo se convierte en el depositario y en la fuente de claridad; tiene el poder de traer a la luz una verdad que no recibe sino en la medida en que él ha dado a la luz; al abrirse abre lo verdadero de una primera apertura” (citado por Jay, loc. cit.).
Jay puede responder ahora a la primera pregunta: ¿entendió Foucault ciertos regímenes discursivos como una fuente privilegiada de saber válido? Y si es así, ¿cómo los evaluó?
“Sí, identificó ciertos regímenes discursivos que privilegian la visualidad como fuente de verdad, aquellos, por ejemplo, ejemplificados por Aristóteles y Descartes” (Jay, p. 16). Y añade: “la moderna episteme científica estaba basada en un creer en el testimonio de los sentidos, más notablemente en la visión, más que en la veracidad de los testigos. Y cuando vino a evaluar la moderna episteme científica, no tuvo duda en verla como profundamente problemática, tanto epistemológica como políticamente. Estos juicios podrían, seguramente, no ser equivalentes a la denigración de la visión como tal, sino más bien, únicamente a su movilización en un régimen discursivo específico” (Jay, loc. cit.).
Aquí se articula la segunda cuestión principal de Jay: ¿argumentó Foucault que la visualidad pudo de algún modo establecer una táctica alrededor de la discursividad y proveer una base para una verdad que no fuera meramente el efecto de un régimen discursivo específico? Y si es así, ¿escapó de la fuerza gravitatoria del campo de poder en el que estaba inmerso? Aquí, continúa Jay, “tenemos que examinar los candidatos para los modos alternativos de experiencia visual y ver si pueden ayudar a un modo de decir la verdad, llámese parresia visual o quizá mejor, ´mostrar con verdad´” (loc. cit.).
A continuación, pasa a mostrar puntos de coincidencia y divergencia con Deleuze. Jay coincide con Deleuze en el cuestionamiento de la fenomenología (la hostilidad de Foucault contra la fenomenología partía de considerar que “la primacía de los enunciados nunca impedirá la irreductibilidad histórica de lo visible, sino todo lo contrario. El enunciado sólo tiene la primacía porque lo visible tiene sus propias leyes, una autonomía que lo pone en relación con el dominante, la heautonomía del enunciado” (citado por Jay, p. 17; ver Deleuze, Foucault, p. 77).
En otra perspectiva, para Jay, el análisis de Foucault Esto no es una pipa, suministra más evidencias para concluir esta cuestión. En ese pequeño libro, Foucault llama a la pintura de Magritte un "caligrama deshecho", frustrando el deseo consagrado al caligrama de combinar palabras e imágenes en un único significado isotrópico. Pero incluso pensado en tensión, la imagen y el texto en esa pintura no están, estrictamente hablando, en contradicción porque contradicciones hay sólo entre dos afirmaciones en el lenguaje. Además, la imagen de la pipa sobre las palabras "Ceci n´est pas une pipe" no puede contradecir las palabras porque lo que el lienzo muestra no es una pipa real, sino el dibujo de una pipa. "Lo que nos equivoca", concluye Foucault, "es que resulta inevitable relacionar el texto con el dibujo (a lo cual nos invitan el demostrativo, el sentido de la palabra pipa, el parecido con la imagen), y que es imposible definir el plan que permita decir que la aserción es verdadera, falsa, contradictoria" (Foucault, Esto no es una pipa, citado por Jay, p. 19).
Lo que hace Magritte es minar las pretensiones de contar la verdad en la tradición hegemónica de la pintura occidental basada en la mímesis, la semejanza y la representación. Pero lo que no hacen Magritte ni Foucault, argumenta Jay en conclusión, es remplazar el decir con verdad con un modo alternativo de mostrar con verdad, que se corresponda con la parresia que Foucault admiró en los griegos y buscó emular en su propia actividad como un intelectual público. En su interpretación de Las Meninas de Velázquez, en Las palabras y las cosas, Foucault nos muestra que la posibilidad de decir alguna vez precisamente el equivalente de lo que estamos viendo, es algo que nos está negado. Foucault podría estar de acuerdo en que hay modos donde la resistencia al poder podría tomar formas visuales, pero éstas son entendidas en términos ampliamente negativos, interferencias en la visualidad hegemónica de una era. Esta restricción de lo visual para interrumpir las visualidades hegemónicas podría no ser equivalente a la denigración de toda experiencia visual, pero está lejos de posicionarse en una alternativa completamente saludable, no hay veridicción del ojo, no hay aprehensión intuitiva del mundo a través de la mediación de los sentidos. En breve, no hay parresia visual para Michel Foucault (Jay, p. 19).

Comentarios

1. En primer lugar, una contrapregunta para Jay: ¿si resulta claro que lo visible es irreductible a lo decible, y viceversa (su radical diferencia de naturaleza, según Foucault-Deleuze), porqué insistir en buscar un “equivalente visual de la parresia” (la cual pertenece eminentemente al campo de lo enunciable)? De acuerdo en que este problema puede abrir una reflexión interesante, pero nos parece que era una apuesta perdida de antemano. No pretendemos deslegitimar el propósito de Jay, sino simplemente llamar la atención sobre un aspecto: esta búsqueda de Jay parece marcada por una curiosa seducción hacia “la verdad en las imágenes”, una suerte de herencia heideggeriana que las críticas de Derrida y Lyotard zanjaron hace rato (no hay veracidad en la pintura, ni dentro ni fuera del “marco”, como el mismo Jay reconoce, cf. p. 9). Por supuesto, existe una “ruptura radical” entre el régimen parresiástico de la expresión de verdad ante el poder, y la pretensión de acceder a un régimen de la verdad semejante en el mundo de las imágenes (imágenes por cierto más vinculadas al simulacro en sentido deleuziano y estoico). En una frase, y como también lo reconoce Jay, los ejercicios del “decir verdad” analizados por Foucault no tienen por qué presuponer correspondencias con un “régimen escópico alternativo” (si bien existe “un enlace entre el acceso a la verdad y la vida ascética” [que además se derrumba durante la emergencia de la modernidad científica], se trata de una indagación de Foucault ligada estrictamente a los desarrollos del conocimiento de sí en la vida monástica, cf. p. 13).

2. Algunas precisiones:

Si, como observaba Deleuze, el enunciado se caracteriza por una espontaneidad y la visibilidad por una receptividad, entonces –concluye Jay– esto “sugiere una cierta medida de pasividad” para lo visible (p. 17). En este punto, Jay introduce la explicación de Shapiro, quien argumenta a su vez que “Deleuze sugiere una lectura algo kantiana de sus relaciones, en que los enunciados juegan el rol de los conceptos y lo visual juega el rol de la intuición” (citado por Jay, loc. cit.). Y continúa: “Pero extender esa intuición implica algo que es inmediato y anterior a la construcción cultural, y esta posibilidad me parece cuestionable” (loc. cit.).
a) Nada de esto parece muy exacto: en primer término, Deleuze nunca sugiere una “cierta medida de pasividad”, y lo explica claramente:
... si puede hablarse de neokantismo [en Foucault], es porque las visibilidades forman con sus condiciones una Receptividad, y los enunciados, con las suyas, una Espontaneidad. Espontaneidad del lenguaje y receptividad de la luz. Así pues, no bastaba con identificar receptivo con pasivo y espontáneo con activo. Receptivo no quiere decir pasivo, puesto que hay tanta acción como pasión en lo que la luz hace ver. Espontáneo no quiere decir activo, sino más bien la actividad de “Otro” que se ejerce sobre la forma receptiva [...] En Foucault, la espontaneidad del entendimiento, Cógito, es sustituida por la del lenguaje (el “existe” lenguaje), mientras que la receptividad de la intuición es sustituida por la de la luz (nueva forma del espacio-tiempo). A partir de ahí se explica fácilmente que exista una primacía del enunciado sobre lo visible: La arqueología del saber puede reivindicar un papel determinante de los enunciados como formaciones discursivas. Pero las visibilidades no son menos irreductibles, puesto que remiten a una forma de lo determinable que no se deja en absoluto reducir a la de la determinación (Cf. “Los estratos o formaciones...”, p. 89, las cursivas son nuestras).

En ningún momento afirma Deleuze que para Foucault lo visible sea pasivo, al contrario (“Receptivo no quiere decir pasivo”, del mismo modo como “Espontáneo no quiere decir activo”). Otro es el caso de las fuerzas, que son modalidades de potencia de muy diferente naturaleza.
b) En segundo término, a propósito de Shapiro, Deleuze tampoco sugiere “una lectura kantiana de sus relaciones, en que los enunciados juegan el rol de los conceptos y lo visual juega el rol de la intuición” (cursivas mías). No se trata nunca de un “juego de roles” (se trata de sustituciones), y tampoco se trata de Kant sino de “neokantismo”, que es diferente (al estar volcado casi por completo en la pura epistemología kantiana). Dice Deleuze:
Hablar y ver, o más bien los enunciados y las visibilidades son Elementos puros, condiciones a priori bajo las cuales todas las ideas se formulan y los comportamientos se manifiestan en un momento determinado. Esta búsqueda de las condiciones constituye una especie de neokantismo característico de Foucault. Existen sin embargo, diferencias esenciales con Kant: las condiciones son las de la experiencia real, y no las de toda experiencia posible (los enunciados, por ejemplo, suponen un corpus determinado); están del lado del “objeto”, del lado de la formación histórica, y no del lado de un sujeto universal (el propio a priori es histórico); y tanto unas como otras son formas de exterioridad (Cf. “Los estratos o formaciones...”, p. 88, las cursivas son nuestras).

El neokantismo de la lectura, que entre otras cosas también fue reivindicado por el mismo Foucault antes de su muerte , simplemente reclama un carácter a priori para las formas de saber desde el punto de vista de los condicionamientos históricos de las diversas miradas y enunciabilidades. Pero resulta claro que no se trata de las condiciones para “toda experiencia posible” desde la perspectiva de la estética trascendental kantiana; más bien, en Foucault son condiciones históricas y variables de la experiencia real, porque incluso el propio a priori está inmerso en la misma historicidad.
c) En tercer lugar, ni Deleuze ni Foucault “extienden esa intuición” bajo algo “inmediato y anterior a la construcción cultural”. Deleuze afirma:
“una de las tesis esenciales de Foucault es [...] la diferencia de naturaleza entre la forma de contenido y la forma de expresión, entre lo visible y lo enunciable (aunque se inserten uno en otro y no cesen de penetrarse para componer cada estrato o cada saber) ... Foucault, a pesar de las apariencias demasiado rápidas, mantiene la especificidad del ver, la irreductibilidad de lo visible como determinable (Ibid., p. 89).

Precisamente porque Ver y Hablar se encuentran siempre sumergidos en las relaciones de poder, articulados por las regularidades enunciativas y los diagramas, la luz y el lenguaje se nos ofrecen radicalmente como “medios de exterioridad” (no de interioridad, a la manera kantiana del sujeto de conocimiento) que, no obstante, se convierten en mediaciones insuperables de nuestra experiencia visual, sin por eso ser objetos de intuición. De ahí la enorme importancia que confiere Foucault a estas formas a priori. Pero no pudimos confirmar en ninguna parte del capítulo una postulación o reivindicación de Deleuze para extender la “intuición kantiana” a la condición de sustrato anterior a la cultura, o algo semejante (tampoco pudimos establecer si se trata de problemas de traducción o variaciones semánticas entre el francés, español e inglés). En cualquier caso, Deleuze también expresa con exactitud una reserva para tener siempre en cuenta sobre esa irreductibilidad, que Jay también cita en su artículo:
Entre lo visible y lo enunciable debemos mantener todos estos aspectos a la vez: heterogeneidad de las dos formas, diferencias de naturaleza o anisomorfía; presuposición recíproca entre ambas, presiones y capturas mutuas; primacía bien determinada de una sobre otra (p. 96).

Nos queda la sensación de permanecer frente a una relación de inconmensurabilidad entre la espontaneidad y primacía del lenguaje (con su carácter determinante desde la perspectiva de sus funciones constitutivas para lo social) y la receptividad de la luz (con sus formas determinables en virtud de su naturaleza no discursiva). Pero, como añade Deleuze, esa es una “razón de más para que lo discursivo tenga relaciones discursivas con lo no discursivo” (loc. cit.).

3. Estas últimas razones nos conducen a preguntarnos si las “culturas visuales” no estarían ya inscritas en un horizonte de visibilidad que virtualmente las condiciona a priori (si jugamos con las palabras de Deleuze: la sociedad contemporánea habría convertido en imagen todo lo que ha podido convertir en imagen), y si realmente “necesitan” redefinir sus lugares de producción en el estatuto transitivo epistémico actual (modernidad/ post/trans/modernidad). Porque esas condiciones de irreductibilidad conservan abierto lo visual en una dispersión (Derrida) que permite ese libre juego de posibilidades al que asistimos hoy, y que ya no puede reducirse a un psicologismo de la percepción y menos a una fenomenología de la subjetividad. En términos de Guattari, esa dispersión expresiva puede confluir hacia conformaciones de enunciación y semiotizaciones autónomas que manifiestan el surgimiento de nuevas subjetividades productoras de heterogeneidad .

4. Por más que lo parezca, desde las perspectivas observadas no sería tan preciso pensar que las imágenes (o los campos de visibilidad) estén reemplazando a lo decible. Se trataría quizás de un relevo mayor en los desarrollos poéticos de la imagen pero no precisamente de un reemplazo del lenguaje como forma privilegiada de enunciabilidad. No parece que tenga sentido entablar una discusión sobre cuáles formas se destacan más que otras en nuestros horizontes de visibilidad y decibilidad; o revivir la vieja polémica irresoluble sobre “el arte como saber o como hacer”. Quizás resulte más útil indagar sobre nuevos papeles de la imagen en la realidad, su preeminencia expresiva respecto de algunos tipos de discurso, sus impactos sobre algunas transformaciones sociales, sus plegamientos simbólicos, etc.

5. Por último, una inquietud de profano en la materia sobre el concepto de “cultura”, implícito en la definición de “culturas visuales”. ¿Se debe entender cultura, en este contexto, como campo simbólico, lenguaje, orden normativo, estricta producción sociocultural...? Porque dependiendo de eso se podría aspirar a establecer si la categoría resulta o no suficiente para ese poblamiento masivo y dinámico de imágenes del presente y en todos los campos. O si no debe encararse más bien como un fenómeno en todo caso transmoderno, que reclama ser localizado en un horizonte preciso de “prácticas visuales de saber y de conocimiento”.

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