RESISTENCIA; HEGEMONÍA, IDEOLOGÍA

por: Rubén Yepes

La resistencia incompleta

El concepto de resistencia es recurrente en la teoría política contemporánea. Este concepto adquiere una nueva dimensión a partir de la obra de Michel Foucault; en particular, gracias a su original teorización del poder. Es sobre todo la ubicuidad que adquiere el poder en los análisis de Foucault aquello que permite una concepción enormemente inspiradora de las posibilidades de la resistencia. Por ejemplo, la novedosa elaboración del poder que realizó Foucault permitió ubicar teóricamente la relevancia de los nuevos escenarios de lucha que han emergido en las sociedades contemporáneas, escenarios que se tornan cada vez más diversos y numerosos. Gracias a él, entendemos hasta qué grado las luchas culturales sí importan. En este sentido se ha elaborado una comprensión de la resistencia como acción que, más que enfrentarse al poder macro de los aparatos estatales, engancha la lucha con el mismo en un nivel micropolítico –dondequiera que la subordinación devenga enfrentamiento, donde las relaciones de poder se tornan relaciones de opresión o dominación. Pero debido a esta misma ubicuidad del poder y de los puntos de resistencia, el concepto no está exento de dificultades; es por lo tanto fácil cometer errores teóricos en la utilización del término y ciertamente puede decirse que ha habido abusos del mismo en la crítica cultural. La multiacentualidad y plurivocidad del concepto de resistencia requiere ser dilucidada. En este texto quiero hacer una elaboración crítica del concepto de resistencia de Foucault, resaltando sus virtudes pero también haciendo énfasis sobre los problemas que encierra, con el fin de poder proponer los conceptos revisados de hegemonía e ideología como complementos necesarios del mismo.

Poder

Como ya he señalado, la noción de resistencia que elabora Foucault nos permite una comprensión de la lucha política más allá de la oposición al aparato de Estado; esto de por sí justifica que sea este autor el punto de partida para elaborar el concepto. Pero Foucault nunca nos presentó una teoría acabada del poder; menos, un concepto cerrado de resistencia. Más bien, la noción de resistencia en Foucault atravesó varias etapas, complementándose y transformándose en la medida en que su comprensión del poder evolucionaba . Por estas razones encuentro necesario trazar esta noción de Foucault a través de sus trabajos, no para realizar una cronología, sino para extraer los aspectos relevantes que me permitirán elaborar el sentido en que utilizaré el término en mi trabajo. Pero antes de esto, en aras de tener claro el marco teórico en que adquiere relevancia, conviene seguir la elaboración del concepto de poder que realiza Foucault. Si bien la forma en que elaboró el poder se desarrolló a lo largo de los diferentes momentos de su pensamiento y hay en consecuencia múltiples obras que tratan acerca de él, me concentraré sobre la visión del poder que Foucault alcanzó durante la década de los setenta, en el momento de su mayor interés por este tema. También dividiré en dos mi consideración del poder en Foucault: primero, una caracterización del poder más general y segundo, una consideración del biopoder como poder sobre la vida que caracteriza propiamente a las sociedades capitalistas.


1. En el capítulo IV de La voluntad de saber donde describe el método general de su investigación, Foucault realiza una serie de proposiciones acerca del poder. Comienza por aclarar que, en el análisis del poder, no se debe partir de la soberanía del Estado, entendiéndolo así como “un conjunto de instituciones y aparatos que garantizarían la sujeción de los ciudadanos en un Estado determinado” [112]. Tampoco se debe partir de la forma de la ley, como si fuera “un modo de sujeción que, por oposición a la violencia, tendría la forma de la regla” [112]. Y por último, no se debe asumir como punto de partida alguna unidad global de dominación, como si todo lo que existiera fuese “un sistema general de dominación ejercida por un elemento o grupo sobre otro, y cuyos efectos, merced a sucesivas derivaciones, atravesaría el cuerpo social entero” [112]. Esto es, el poder no es ni una institución o estructura, tampoco es una potencia poseída. Por el contrario, Foucault va a proponer que el poder es ante todo un asunto de situación estratégica, una relación particular de fuerzas [113]. Por ello, conviene más hablar de relaciones de poder que de poder a secas: “No empleo apenas la palabra poder, y si lo hago en ocasiones es para abreviar la expresión que utilizo siempre: las relaciones de poder” [ECS: 404-405].

El poder debe ser visto como un resultado analítico de las relaciones sociales. En este sentido, no es una sustancia, no posee una sustancialidad propia, y se debe tener cuidado en no otorgarle un estatuto independiente de las relaciones entre individuos. No existe una relación de exterioridad del poder del tipo superestructura, sino una inmanencia del poder a las relaciones. Lo que habría, lo que se puede deducir de las relaciones es la existencia de una multiplicidad de enfrentamientos que no parten de una predefinida y global oposición binaria de dominadores y dominados que de arriba abajo se replicaría en todo el cuerpo social. Es decir, el poder surge de esa multiplicidad de enfrentamientos: “[…] algo llamado Poder, con o sin mayúscula, que se asume que existe un poder universalmente en forma concentrada o difusa, no existe. El poder sólo existe cuando se pone en acción […] [SP: 252]. El poder actúa en cada lugar en que se establece una relación de subordinación entre individuos o colectivos: la forma local del poder depende de la relación de poder específica que se configure. La multiplicidad del poder es la consecuencia de la diversidad de relaciones que se establecen en el seno de lo social, se encuentra difuminado a través de la malla de las relaciones sociales [MP: 240]. El carácter general del poder está dado por su ubicuidad a lo largo y ancho de los grupos sociales.

Por otra parte, nos dice Foucault que las relaciones de poder son intencionales y no subjetivas. Intencionales porque suponen el cálculo abierto y directo con una serie de miras y objetivos: la racionalidad del poder es la de las tácticas. Quien se encuentra en una relación de poder, en cualquiera de sus términos o extremos, en cualquier ubicación dentro de la malla general del poder, siempre opera de acuerdo con una serie de cálculos estratégicos cuyo alcance y posibilidades están delimitados justamente por la posición dentro de dicha relación. Sin embargo, estas relaciones no son subjetivas en el sentido de que no resultan de la opción de un sujeto individual o colectivo; las relaciones de poder no se “eligen”, antes bien, son constitutivas de los sujetos [VS:115]. Pero en todo caso, lo que cabe destacar de esta intencionalidad del poder es que implican un margen de libertad de acción de los individuos:

Cuando se define el ejercicio de poder como un modo de acción sobre las acciones de los otros, cuando se caracterizan estas acciones a través del gobierno de los hombres por otros hombres –en el sentido amplio del término- se incluye un elemento importante: la libertad. El poder se ejerce solamente sobre sujetos libres individuales o colectivos que se enfrentan con un campo de posibilidades […] [SP: 254]


2. Ahora, según Foucault la particularidad del poder en la modernidad es que se trata de un poder sobre la vida: un biopoder. Este giro es importante, puesto que nos permite comprender el sentido de la resistencia en la modernidad como emancipación del cuerpo. En La voluntad de saber, Foucault propone que el biopoder se desarrolló en Europa a partir del siglo XVII asumiendo dos formas interrelacionadas: anatomopolítica y biopolítica. La primera de estas dos formas, a la que Foucault en ocasiones también denomina poder disciplinario, se refiere al conjunto de técnicas y dispositivos a través de los cuales el cuerpo se disciplina y en donde este es asumido como máquina; el cuerpo ha de hacerse productivo, y para ello desde instancias como la escuela, la milicia, el taller, el cuerpo se educa, se perfecciona su utilidad y docilidad, se le arrancan sus fuerzas. La segunda de estas formas se habría formado a partir del siglo XVIII y se centra no en el cuerpo individual sino en el cuerpo- especie, es decir en el ser humano asumido como especie. Allí no se trataría de la formación de cuerpos dóciles individuados, sino de la regulación de la especie a partir de mecanismos de control y seguridad que tienen por objeto- sujeto a la población. En la clase del 17 de marzo de su curso Defender la sociedad de 1976, Foucault desarrolla este tema con mayor extensión.

En efecto, allí Foucault propone que el biopoder a partir del siglo XVIII constituye una nueva formación del poder que viene a marcar las formas de gobierno que advienen con la modernidad, propiamente la configuración cuya emergencia marcaría el umbral de la política actual en occidente. Formación del poder novedosa, es decir, una nueva racionalidad del poder, disímil a la racionalidad del poder soberano que por siglos se instaló en la historia europea. Esta última se caracteriza por el poder que ostenta el soberano sobre los súbditos, poder de decisión sobre la muerte y la vida que se ejerce activo sobre la primera pero pasivo sobre la segunda, derecho del soberano que Foucault resume en la frase “hacer morir o dejar vivir”. En la racionalidad del nuevo biopoder, en cambio, se daría ante todo una relación productiva con la vida: “hacer vivir y dejar morir”. El poder asume así, según Foucault, como propia la tarea de propugnar por la vida biológica de quienes se encuentran sujetos a él, adopta como propia la labor de gestionar la vida, de apoyarla y propiciarla, pero también incluso de gestarla y determinar las formas de vida admitidas. La biopolítica gestiona y promueve la vida de los seres humanos, pero no mediante una correspondencia directa con cada uno de aquellos, sino a través de categorías administrativas y estadísticas que prefiguran las formas que la vida habrá de asumir: “(…) el hombre moderno es aquel animal cuya política pone en entredicho su existencia de ser vivo” [VS: 173].

El tema del biopoder nos permite arribar a uno de los puntos centrales de la teoría de Foucault: el carácter productivo del poder. El poder no es simplemente negativo, no opera sólo y ante todo restringiendo las posibilidades de acción de los individuos, sino produciendo a estos, en función de las relaciones productivas que el sistema requiere:

Esta forma de poder se aplica a la inmediata vida cotidiana que categoriza al individuo, le asigna su propia individualidad, lo ata en su propia identidad, le impone una ley de verdad sobre sí que está obligado a reconocer y que otros deben reconocer en él. Es una forma de poder que hace individuos sujetos. Hay dos significados de la palabra sujeto: por un lado, sujeto a alguien por medio del control y de la dependencia y, por otro, ligado a su propia identidad por conciencia o autoconocimiento. Ambos significados sugieren una forma de poder que subyuga y sujeta [SP:245]

De este modo, el poder debe ser entendido como un modo de sujeción, una sujeción que es en la modernidad captura de las fuerzas vitales de los cuerpos. Esta operación de captura es propiamente la función primordial del poder disciplinario. En su curso de 1973-74, El poder psiquiátrico, Foucault nos dice que:

El poder disciplinario es individualizante porque ajusta la función sujeto a la singularidad somática por intermedio de un sistema de vigilancia y escritura o un sistema de panoptismo panagráfico que proyecta por detrás de la singularidad somática, como su prolongación o comienzo, un núcleo de virtualidades, una psique, y establece, además, la norma como principio de partición y la normalización como prescripción universal para todos los individuos así constituidos [77].

El poder disciplinario fabrica cuerpos- sujetos, fija con toda exactitud la función sujeto al cuerpo a través del entrenamiento, el control y la vigilancia, pero también, a través de la introyección de normas, a través de la proyección una psique. Por supuesto, esto es de central importancia para el capitalismo, en tanto sistema productivo basado en la producción de valor a partir de la fuerza de trabajo de los cuerpos. La sujeción de los cuerpos se convierte entonces en una de las funciones centrales del poder en la modernidad.

Resistencia

Como ya he dicho, la resistencia es una de las nociones centrales en el pensamiento político de Foucault. En tanto que el poder está ligado a las relaciones sociales, la resistencia no puede estar en posición de exterioridad con respecto al poder: no existe un lugar de la resistencia, un punto privilegiado desde el cual se resiste. Más bien, donde hay poder hay (o puede haber) resistencia. En tanto existen múltiples relaciones de poder, también hay múltiples resistencias [VS:116]. Si el poder es difuso, la resistencia también debe serlo; en este sentido, la resistencia es siempre local, no se alza contra un poder abstracto y en bloque, sino contra manifestaciones o configuraciones concretas del mismo. En la medida en que las relaciones de poder son constitutivas de las relaciones sociales, la resistencia puede surgir, entonces, en cualquier lugar de la malla social, lo cual trae la enorme ventaja teórica de permitir que cualquier posición, cualquier ubicación dentro de la malla de las relaciones de poder, puede constituirse como punto de resistencia.

En el capítulo V de la Voluntad de saber, Foucault nos habla no solo de biopoder, sino que dedica también unas líneas a este concepto central de su teoría del poder. En ellas, concibe la resistencia como un movimiento intrínsecamente ligado a la vida:

[..] las fuerzas que resisten se apoyaron en lo mismo que aquél invadía –es decir, en la vida del hombre en tanto que ser viviente. Desde el siglo pasado […] lo que se reivindica y sirve de objetivo, es la vida, entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre, cumplimiento de sus virtualidades, plenitud de lo posible [174].

En tanto que el biopoder somete a la vida, o si se quiere, en tanto que el capitalismo arranca a los hombres y mujeres sus fuerzas y las convierte en valor a través del trabajo, la resistencia hoy día busca la liberación de las fuerzas del ser humano. O para decirlo mejor, de las fuerzas del cuerpo, puesto que se trata de la potencia del ser humano en tanto que ser viviente, fuerza o potencia que no se agota con las formas de la subjetividad a través de las cuales el poder configura los modos de vida que requiere. Es en nombre de la vida, de la realización de sus posibilidades, la realización de su potencia, en nombre de su plenitud, que se lleva a cabo la resistencia hoy día, o por lo menos, que se llevan a cabo las resistencias más álgidas y novedosas. Lo que conviene resaltar de momento es la sugerencia que hace Foucault de un sentido emancipatorio de la resistencia, de realización de una vitalidad que estaría constreñida por el poder.

Por otra parte, en el sujeto y el poder, Foucault nos habla de tres grandes luchas, tres grandes ámbitos en los que se ha ejercido resistencia [245]. Resistencias contra la explotación, en el sentido marxista de la separación del individuo de aquello que produce y la consecuente apropiación del valor que de ello se deriva; resistencias contra la dominación, entendiéndose esta última como las relaciones de poder inequitativas basadas en determinaciones raciales, religiosas, o sociales; resistencias contra la sujeción, es decir, contra aquello que liga al individuo a sí mismo y de esta forma lo subordina o somete a otros individuos. Dentro de las primeras están las luchas obreras de los siglos XIX y XX, las luchas proletarias marxistas; dentro de las segundas, las luchas feministas y homosexuales, las luchas de los afrodescendientes en América del Norte y más recientemente en Latinoamérica; dentro de las terceras, todas las luchas que pasan por la invención de nuevos modos de vida, por la estetización de la existencia, lo cual incluye a todas las anteriores. En esta medida, se entiende la centralidad que le otorga Foucault a estas últimas dentro de las configuraciones contemporáneas del poder [245].

En efecto, Foucault deja claro que le asigna un rol central a las resistencias que buscan la desujeción:

Quizás el objetivo más importante de nuestros días es descubrir lo que somos, pero para rechazarlo. Tenemos que imaginar y construir lo que podría liberarnos de esta especie de política de “doble ligadura” que es la individuación y totalización simultánea de las estructuras de poder [SP: 249].

Tanto ante la operación de individualización que ejerce el poder anatomopolítico como ante la absorción de las heterogeneidades individuales al interior de las generalizaciones de la biopolítica, el llamado es a rechazar lo que se es y construir un modo de ser diferente. Resaltemos aquí que este desarrollo de la noción de resistencia mantiene el sentido emancipatorio que ya hemos visto, añadiendo la claridad de que, al menos en las resistencias contra las formas de subjetivación, se trata fundamentalmente de emanciparse de uno mismo.

Esto no quiere decir que Foucault abandone el análisis del poder como oposición al poder estatal. En su curso de 1977 Seguridad, territorio, población, Foucault elabora desde otra inflexión su noción de resistencia en relación con la modernidad, teniendo como punto de partida el análisis de las contraconductas que se habían dado en la Edad Media en oposición al poder pastoral, las cuales se hacían con la intención de transformar la pastoral, nunca de eliminarla. Y considera posible extender el esquema poder pastoral/contraconducta a las formas modernas de gobierno. Así, propone que las contraconductas modernas, de manear análoga, se hacen en nombre de aquello mismo por lo que funciona el Estado. Vale la pena citar este pasaje:

(…) las contraconductas cuyo desarrollo presenciamos en correlato con la gubernamentalidad moderna (…) toda una serie de contraconductas cuyo objetivo esencial era, precisamente, rechazar la razón de Estado y sus exigencias fundamentales (…), tienen como apuesta los mismos elementos que esa gubernamentalidad había terminado por poner de manifiesto, es decir, los elementos que son la sociedad opuesta al Estado, la verdad económica opuesta al error, a la incomprensión, a la ceguera, al interés de todos en contraste con el interés particular, el valor absoluto de la población como realidad absoluta y viviente, la seguridad con respecto a la inseguridad y el peligro, la libertad con respecto a la reglamentación (p. 406).

De allí, Foucault pasa a describir tres grandes forma que habría adoptado la contraconducta en los siglos XIX y XX. La primera de ellas se refiere a una escatología en la cual la sociedad civil termina por imponerse al Estado, y por lo tanto, por derrocar su necesidad. La segunda se habría articulado como derecho a no obedecer: en oposición al Estado, en oposición a sus coacciones y exceso de determinación sobre la vida, se opondría la ley “natural” de la población misma, la ley de las necesidades fundamentales de las personas que la constituyen. Y la tercera, refiere la concepción de que el Estado no es el poseedor exclusivo de la verdad, de que la nación entera, es decir, todos y cada uno de los individuos que la constituyen, posee “la verdad acerca de su identidad, acerca de lo que quiere y debe hacer” (p.408). Lo que es aquí interesante ver es que, en estas tres formas de contraconducta, en la contraconducta moderna en general, la resistencia se ejerce en nombre de valores que han nacido al interior de la modernidad: la noción de una finalidad de la humanidad que conlleva el fin del movimiento de la historia; la primacía de las necesidades básicas de la población, la preponderancia de su naturalidad; el despliegue de la verdad de la nación y de sus individuos. Las personas saben hacia donde se dirigen, no necesitan que el Estado los tutele; las personas comprenden su propia naturaleza, no es necesario que el Estado las conduzca y constriña; las personas saben lo que quieren, no es necesario que el Estado se los diga.

En todos estos casos, la ley individual se opondrá al poder desindividualizante del Estado: allí donde el Estado constriñe demasiado, allí donde su abrazo se cierra con demasiada fuerza, salta el reclamo de la finalidad de las personas, emerge el reclamo de su naturaleza, irrumpe el reclamo de sus necesidades y deseos. En todos estos casos, las resistencias aparecen como oposición a la forma hegemónica del poder; se puede decir que son producto de esta. De nuevo vemos que donde hay poder se produce resistencia, y es fundamental resaltar que la resistencia no puede ser la puerta a través del cual se sale del poder. Como ya dije al principio, no hay un afuera del poder; más bien, la resistencia es uno de los elementos constitutivos del poder que lo transforma. En efecto, Foucault resalta que la emergencia de contraconductas es uno de los elementos que obliga a que se transforme la racionalidad de gobierno: las resistencias modulan las prácticas de poder. Este es uno de los electos centrales de la noción de resistencia de Foucault: la dialéctica que se desarrolla entre poder y resistencia no tiene resultado definitivo, fuera del resultado mismo de poner al poder en movimiento constante, de imposibilitarle el reposo. La función de la resistencia es desvelar al poder.

Pero, ¿no implica una noción tan amplia de la resistencia dejar la puerta abierta para los conflictos entre los diferentes individuos o grupos que resisten? ¿No implica esta multiplicidad de focos de resistencia –con motivaciones e intencionalidades que vienen determinadas por la ubicación particular dentro de las mallas del poder-, por lo menos teóricamente, construir el espacio de la anulación recíproca entre los diversos individuos o grupos? Y, como consecuencia, no implica una noción de resistencia tal la virtual imposibilidad de la transformación del sistema o, para continuar con los mismos términos, la anulación de la capacidad modulativa del poder? En más de una ocasión señala Foucault que la finalidad de sus análisis es la de reunir información estratégica para la lucha política, cuya finalidad es la revolución, la transformación del sistema de poder. [PK: 83]. Pero también es enfático en desconfiar de toda valoración universal, de formular valores universales a priori a la manera del humanismo: “parto de la decisión, a la vez teórica y metodológica, de suponer que los universales no existen [STP: 18]”. Para Foucault, la formulación de valores universales en torno a los cuales articular proyectos políticos es meramente abrir la puerta a derrumbar un totalitarismo para reemplazarlo con otros.

A pesar de que se niegue a formular valores totalizantes, sabe Foucault que para que se de la posibilidad de transformación del sistema no basta que hayan múltiples luchas localizadas; estas deben, en algún punto, ganar coherencia: “el enjambre de puntos de resistencia atraviesa las estatificaciones sociales y las entidades individuales. Y sin lugar a dudas es la codificación estratégica de estos puntos de resistencia lo que hace posible una revolución” [VS: 117]. Como señala el comentarista Brent L. Pickett, Foucault retiene la esperanza de que el carácter unitario del sistema de poder dominante le otorgue coherencia y unidad a las múltiples luchas, incluso en la ausencia de una teoría global o un valor universal en nombre del cual se realice la revolución: como todas las luchas se dan en una instancia –más o menos difusa- del sistema global del poder dominante, todas ellas, en su localidad y especificidad, trabajarían en pos de su derrumbamiento. En este sentido, por ejemplo, habría que desconfiar de las luchas que se dan en nombre de valores propios de la modernidad, tales como la libertad, la igualdad, puesto que así solo se estaría apoyando la configuración moderna del poder.

Capitalizando entonces: hay al menos cinco elementos centrales en la noción de resistencia de Foucault que reclaman mi atención. Primero, la resistencia surge como uno de los términos en una relación de poder, en la que el elemento sometido se subleva o enfrenta al término que lo somete. Segundo, por lo menos en las sociedades capitalistas modernas (y justamente en la medida en que surge en el seno de las configuraciones modernas del poder), la resistencia adquiere un sentido emancipatorio, de liberación de las relaciones que someten y sobre todo, de liberación de las sujeciones que anclan a los individuos a relaciones productivas específicas. Tercero, en la medida en que el poder moderno es ante todo un biopoder, aquello que se libera es la vida o las fuerzas vitales del cuerpo. Cuarto, las resistencias no se cohesionan alrededor de un valor definido a priori en nombre del cual se debe resistir; ciertamente, la formulación de un valor así no es para Foucault algo deseable, y por demás, no debería ser tampoco labor de los intelectuales formularla. Y quinto, la resistencia, en tanto que uno de los términos de una relación de poder, implica una dialéctica constante, un tire y afloje entre términos que, a pesar de no tener un resultado definitivo, sí puede resultar en una modificación de la configuración dominante del poder. Estas características de la noción de resistencia de Foucault, como he señalado, tienen la gran ventaja de redefinir el campo de lo político, al abrir la posibilidad de la resistencia a las acciones que se llevan a cabo en cualquier lugar en donde exista una relación de poder y una relación agonística dentro de esta.

Resistencia: problemas

Si bien tiene ventajas, el concepto de resistencia de Foucault tiene varios problemas que deben ser dirimidos si se va a utilizar con efectividad. De nuevo quiero dejar claro que mi intención aquí no es una revisión cronológica o exhaustiva: aunque no son muchas, no voy a revisar el conjunto de las problematizaciones que se han realizado en torno al concepto de resistencia de Foucault. Más bien, me voy a concentrar en aquellos aspectos que considero más relevantes para mi trabajo. Son tres los puntos que quiero resaltar:

1. Como han señalado varios autores, hay que resaltar que la noción de resistencia de Foucault no dice los valores o las normas en nombre de las cuales se debe resistir [Pickett: 1996]. Esto es, no las dice y tampoco puede decirlas: en la medida en que los regímenes de poder totalizantes, los bloques homogéneos de poder implican necesariamente dominaciones, implican opresiones, cualquier intento por definir a priori un valor o conjunto de valores simplemente abriría la puerta para que se instale un nuevo bloque o, a lo sumo, se perpetúe el régimen dominante. Esto último se debe a que Foucault cree que, por ejemplo, valores tales como la igualdad, la justicia o la libertad son en sí constructos morales del poder y por lo tanto, actuar en nombre de ellos es meramente actuar en correspondencia con el sistema de poder que los sanciona. Particularmente el caso de la libertad es problemático puesto que, como hemos visto, es necesario un margen de libertad de acción de los individuos para que haya una relación de poder: ciertamente, se puede siempre ganar “más” libertad, pero propugnar por la libertad individual sería, siguiendo a Foucault, luchar por uno de los elementos constitutivos de cualquier relación de poder . En todo caso, la incapacidad de definir a priori los valores en nombre de los cuales se lucha parece sancionar la legitimidad de cualquier tipo de resistencia las cuales, en tanto que pueden provenir de los sectores más diversos y radicales, pueden ser peores que el sistema de poder al cual se resiste.

2. Conectado con lo anterior: me parece que Foucault no explica con suficiencia cómo es posible que se articulen múltiples puntos de resistencia sin la mediación de un valor unificador. Como hemos visto, el análisis de Foucault señala que es porque el sistema de poder está de por sí más o menos unificado por determinadas ideologías o valores, que las resistencias necesariamente ganarán cohesión a partir de su propio movimiento de oposición, justamente en la medida en que se oponen a lo mismo. ¿Pero es esto realmente suficiente? No hay acaso intereses diferentes –movimientos, motivaciones, ideologías de fondo diferentes- involucrados en esfuerzos de resistencia? Y algunas de estas fuerzas no pueden ser, incluso, excluyentes entre sí? Por demás, ¿qué se engloba en realidad con términos tales como “el sistema” o “el Estado”? Ni el Estado ni el sistema capitalista son entidades homogéneas; antes bien, comprenden una heterogeneidad de prácticas, agenciamientos, discursos y dinámicas –una heterogeneidad de relaciones de poder- que incluso pueden estar en franca oposición al interior de cada una de estas conformaciones. Por demás, el mismo Foucault, fiel a su presupuesto de que los universales no existen, parte de la no- suposición de la existencia de algo así como el Estado . Existe entonces, a mi modo de ver, una ceguera teórica en Foucault al no visualizar la necesidad de un elemento articulador de las resistencias exterior a las relaciones de poder, exterior a las resistencias mismas, alrededor del cual estas puedan ganar coherencia.

Más aún, creo que Foucault no capitaliza el hecho de que las resistencias surgen y se articulan justamente alrededor de ciertos valores que hacen parte de la formación hegemónica del poder: la libertad o la emancipación en la modernidad, por ejemplo. Es decir, la existencia de la posibilidad misma de ciertas resistencias (y quizás de todas) está dada por el hecho de que existe ya determinado un valor -que hay un elemento cuyo sentido se ha adoptado como propio- que permite la movilización en la lucha. Si la libertad individual no hubiera aparecido en sí mismo como un valor central de la modernidad, las luchas sexuales, las luchas étnicas, todas aquellas luchas que buscan abrir espacios para modos alternativos de vida no habrían podido darse. O por lo menos, no habrían adquirido las formas que poseen. Hacia el final volveré sobre esto.

Tercero. Como hemos visto, si existe una dialéctica de poder/resistencia que no tiene resolución definitiva, entonces el objetivo de la resistencia sería, según Foucault, el dislocamiento del poder, su modulación, obligar al poder a que adopte nuevas formas, en la esperanza de que estas formas van a permitir nuevos ámbitos de experiencia vital. Pero, frente a la gran capacidad de expansión que ha demostrado el poder en la modernidad, frente a su enorme capacidad de colonizar cada vez más ámbitos de la vida, ¿cómo se convierte esto en una posibilidad real de emancipación (de salida de la condición subalterna)? ¿No sucede, más bien, que esta dialéctica implica sencillamente la posibilidad misma de la expansión del poder, la oportunidad para que se refine, para que module y mute sus mecanismos, la posibilidad de que se haga cada vez más sutil, más preciso y por lo tanto, más eficaz? ¿No significaría la exposición constante de la resistencia a ser cooptada, especialmente por el poder capitalista, que parece tener la insidiosa capacidad de colonizar todo aquello que pretende escapársele, de convertir la vida misma en valor allí donde esta se creía ajena al mismo? Ante la innegable potencia del sistema capitalista actual, las resistencias más parecen ser constitutivas de su funcionamiento que oposiciones eficaces a él. Mi apuesta es, de nuevo, por la necesidad de un elemento exterior que articule las resistencias.

Completando la resistencia

Mi apuesta teórica es que hace falta articular el concepto de resistencia de Foucault con los conceptos de hegemonía y de ideología. Veo en esto la posibilidad de mantener las ventajas del concepto de resistencia foucauldiano en tanto que se solventan sus problemas. Sin embargo, reconozco que los dos conceptos que ahora quiero introducir tampoco deben estar libres de crítica: tanto el concepto de hegemonía como el concepto de ideología, en relación con las formulaciones de Gramsci y de Althusser respectivamente, requieren ser reelaborados a la luz de las críticas y de las ampliaciones que de ellos se han realizado. En todo caso, quiero dejar claro que, a mi modo de ver, ambos conceptos son claves dentro de la teoría crítica contemporánea: ciertamente el concepto de hegemonía, sin el cual los estudios culturales son inimaginables, y también la ideología que, a pesar de las críticas posmodernas y posestructuralistas que se le han realizado, no es todavía soslayable. Me propongo en este momento elaborar el concepto de hegemonía a partir de Laclau y Mouffe, quienes realizan una radicalización de este concepto en función de un nuevo proyecto político de izquierda, para luego pasar a elaborar un concepto de ideología capaz de dirigirse entre sus diversas críticas, con el fin de proponer la tríada resistencia-hegemonía-ideología como el nódulo conceptual primordial de mi trabajo.

Hegemonía

Antonio Gramsci ha distinguido que la dominación, en sentido marxiano, no sucede sólo a través de formas políticas explícitas y por coerciones directas, sino que también se realiza en una serie de complejos entrecruzamientos de fuerzas políticas, sociales y culturales que actúan como “centros de gravedad” hacia los cuales confluyen las configuraciones de la sociedad y de la cultura. Esto sucede así porque la hegemonía logra definir para una sociedad aquello que se ha de asumir como normal o natural. La hegemonía satura la totalidad de la vida: la totalidad de la vida económica, de la vida política, la actividad social, las identidades y las relaciones ente individuos, de tal forma que los límites y las formas que un sistema político impone terminan por dar la impresión de ser simple experiencia y sentido común [Gramsci: 1975]. En su caso concreto, Gramsci logra explicar a través de la hegemonía por qué las clases obreras italianas adhirieron al proyecto político fascista, aun cuando dicho proyecto iba en contra de sus intereses de clase, algo que el modelo marxiano de la base-superestructura no logra explicar.

Sin embargo, esta saturación de la vida no es totalitarista: Gramsci concibe la posibilidad de la creación de “hegemonías alternativas” por medio de la conexión entre diferentes formas de lucha, incluso de las formas que no corresponden a los ámbitos más visibles de lo político y lo económico. Por lo tanto, la lucha por la hegemonía cultural e intelectual, la lucha contrahegemónica por ganar una posición de influencia sobre la esfera social, es un paso necesario para lograr el sostenimiento de una nueva forma de pensar, lo cual es a su vez una condición necesaria del cambio de las relaciones de producción. En todo caso, lo que conviene resaltar es que Gramsci deconstruye el esquema de la determinación de la superestructura política y cultural por la infraestructura económica: la hegemonía implica que la cultura debe ser vista como uno de los ámbitos centrales de la lucha política.

Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en su influyente libro: Hegemonía y estrategia socialista, radicalizan el concepto gramsciano de hegemonía, con la consecuente reformulación de la lucha contrahegemónica. Esta radicalización consiste en extender la posibilidad de la articulación hegemónica a través de los diversos segmentos y sectores sociales, a través de los diferentes focos de identidad que asumen la contienda política en el seno de lo cultural [2001 (1985)]. Si para Gramsci, siguiendo a Marx, la lucha hegemónica es una de las dimensiones que adquiere la lucha entre la burguesía y la clase obrera, para Laclau y Mouffe la lucha por la hegemonía implica la posibilidad de una articulación mucho más amplia, construida a partir del reconocimiento de que no existe un sujeto privilegiado del cambio histórico. En el análisis de Marx, el privilegio de la clase obrera como superficie de emergencia del cambio se deslinda de su análisis del modo capitalista de producción. Allí, la clase obrera constituye una identidad cerrada determinada por el hecho de que ella está a la base de la producción.

Laclau y Mouffe, en cambio, reconocen que la oposición de clases no es capaz por sí sola de dividir la totalidad del cuerpo social en dos campos antagónicos claramente delimitados; por esta razón, explican, el marxismo siempre ha necesitado recurrir a hipótesis suplementarias y a la simplificación de la estructura social [2001 (1985):151]. Lo que se demuestra allí es la insuficiencia de cualquier principio económico –o antropológico, u ontológico- desde el cual se articulen los antagonismos. Las clases obreras no son necesariamente la superficie de inscripción del cambio, puesto que no es posible determinar a priori una identidad política o cultural cerrada, en sí previamente constituida. Lo que la fragmentación y la indeterminación de lo social demuestran es, por el contrario, que las identidades se construyen en el juego de tensiones que se da entre los diversos sectores de lo social:

[…] no es posible especificar a priori las superficies de emergencia de los antagonismos, ya que no hay una superficie que no esté siendo constantemente subvertida por los efectos sobredeterminantes de las otras, y porque hay, en consecuencia, un desplazamiento constante de las lógicas sociales que caracterizan a ciertas esferas en relación con otras esferas [2001 (1985): 180].

La articulación de las diversas superficies en una unidad política es lo que constituye en sí la hegemonía, no como el momento de articulación entre identidades estáticas, sino justamente como la sobredeterminación de las identidades por la articulación misma: la hegemonía transforma las identidades, y esta transformación es justamente lo que el orden social dominante requiere producir de manera constante (en función de sus propios valores e ideales) como lo que la lucha contrahegemónica debe procurar (también en función de los suyos).

Para estos dos autores, los nuevos antagonismos constituyen una difusión de las luchas a través del cuerpo social. Presentan, en relación con los antagonismos de clase anteriores, continuidad en el sentido de que convierten en “sentido común” el ideal liberal- democrático de occidente; presentan discontinuidad en que se derivan en muchos casos de nuevas situaciones de subordinación, consecuencia de la expansión de las relaciones capitalistas de producción y de la extensión de la acción del Estado. Si antes el individuo era subordinado al capital a través de la venta de su fuerza de trabajo, hoy en día esto sucede a través de la totalidad de relaciones sociales en las que se encuentra sumergido. Tanto el tiempo libre como la salud y la enfermedad, la educación y las identidades individuales y colectivas se encuentran hoy día atravesadas por relaciones capitalistas [2001 (1985): 161]. En consecuencia con el análisis de Foucault, se puede reconocer que todos estos nodos de subordinación contienen en sí la posibilidad de resistencias.

Sin embargo, ellos reconocen también que las resistencias tienen necesariamente un carácter parcial, pueden ser articuladas de muchas maneras diferentes. Es decir, pueden ser varios los discursos desde los cuales se da unidad a la multiplicidad de los antagonismos. En este sentido, cada forma de resistencia es polisémica, y constituye un “significante flotante” si se deja sin articulación:

Aunque podemos afirmar con Foucault que dondequiera que haya poder hay resistencia, también se debe reconocer que las formas de la resistencia pueden ser extremadamente variadas. Sólo en ciertos casos toman estas resistencias un carácter político y se convierten en luchas dirigidas a terminar con las relaciones de subordinación como tales [2001 (1985): 152-153].

Como ya mencioné en mi crítica al concepto foucauldiano de resistencia, es esta condición de variabilidad la que encierra la posibilidad del fracaso de las luchas de cara a la transformación del orden social dominante. Frente a esto, la propuesta de Laclau y Mouffe obedece a la contingencia histórica de que muchas de los antagonismos actuales han podido constituirse gracias al hecho de que los valores de la libertad y la igualdad, centrales en la ideología liberal-democrática, han estado asequibles como aquello en nombre de lo cual es legítimo resistir:

Nuestra tesis es que desde el momento en que los discursos democráticos se hacen asequibles para articular las diferentes formas de resistencia y subordinación que existirán las condiciones que harán posible la lucha contra diferentes tipos de inequidad [2001 (1985): 154].

El orden político y social dominante ha prometido libertad, ha prometido igualdad; no la tenemos, y es en consecuencia legítimo luchar.

En este contexto aparece la propuesta de los autores de una radicalización de la democracia. Pero en vez de exponer dicha propuesta, esbozaré un último elemento que es central en su teorización de la hegemonía: la necesidad de mantener la referencia a un valor universal exterior a las relaciones de poder. En Emancipación y diferencia, Laclau sostiene que la explosión de los antagonismos ha significado la crisis de la ‘globalidad’ de los proyectos emancipatorios; la idea misma de la emancipación ha entrado en crisis, dando lugar a nuevas visiones de lo político en las que predominan dos tendencias: una que privilegia al universalismo y otra que celebra el particularismo y contextualismo puros, proclamando la muerte de lo universal [9]. Para Laclau, ambas posturas extremas son inaceptables, lo cual implica buscar una posible mediación entre ellas; dicha mediación “sólo puede ser una mediación hegemónica y que la operación que ella realiza modifica las identidades, tanto de lo particular como de lo universal [9].

Esta mediación hegemónica implica una referencia al universal como lugar vacío. Para Laclau, la universalidad resulta fundamental para la constitución de las identidades antagónicas: no seria posible hacer reclamos emancipatorios sin la referencia al valor abstracto de la libertad. Pero dicha universalidad no tiene un contenido estable, ya que este es el producto de determinaciones que son propias de un momento histórico determinado. Y todavía más, el valor que ocupa el lugar de la universalidad dentro de una configuración histórica determinada siempre estará abierto a redefiniciones, extensiones y radicalizaciones. Así, por ejemplo, la libertad en el neoliberalismo democrático significa ante todo estar libre de inherencias del Estado, poder actuar económicamente sin trabas, pero esta misma libertad es extensible –como los diversos antagonismos actuales demuestran- para pasar a significar libertad de determinación, libertad para asumir modos de vida y maneras de ser particulares. Es, por lo tanto, alrededor de la universalidad como referente no predeterminado que se articulan las diversas resistencias.

Ideología

Marx retoma este término para hablar del sistema de ideas y representaciones que dominan el espíritu de un individuo o de un grupo social, separándolos de esta manera de la representación de las condiciones reales de su existencia. Sin embargo, Marx no desarrolla una teoría de la ideología; esta labor le corresponderá a Althusser. Este autor, en efecto, inserta el concepto de ideología dentro de la teoría marxiana de la reproducción. Para que las condiciones de producción se sigan dando, toda sociedad debe reproducir tanto los medios de reproducción como las fuerzas productivas y las relaciones de producción. En tanto que la reproducción de las primeras dos queda asegurada por la producción misma (de las máquinas y equipos que la producción requiere) y por el salario, ambos elementos de la infraestructura productiva, la tercera se asegura fundamentalmente a través de la ideología, que pertenece a la superestructura.

Es entonces la ideología una “[…]representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia” [1970: 29]. Explica Althusser:

[…] toda ideología, en su formación necesariamente imaginaria no representa las relaciones de producción existentes (y las otras relaciones que de allí derivan) sino ante todo la relación (imaginaria) de los individuos con las relaciones de producción y las relaciones que de ella resultan. En la ideología no está representado entonces el sistema de relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos, sino la relación imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en que viven[1970: 32].

Es gracias a que esta representación existe que los individuos no se rebelan, que se conforman con ocupar su lugar dentro de las relaciones de producción. Los aparatos ideológicos del estado se encargarían de la producción y del mantenimiento de las ideologías dominantes, de tal suerte que las relaciones sociales de producción sean vistas por todos como naturales. Entre otros, la educación, los medios de comunicación y el arte en general, harían parte de los aparatos ideológicos.




Ideología: problemas

Son múltiples las críticas que se han realizado de este concepto; en este apartado, me concentraré en las críticas de Foucault y Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, los autores que he venido tratando, por cuanto recogen buena parte de la diversidad de posciones críticas respecto del concepto en cuestión .

Foucault realiza una crítica del concepto de ideología al suspender, como ya señalé, la universalidad de categorías tales como lo verdadero y lo falso:

La noción de ideología me parece difícilmente utilizable por tres razones. La primera es que, se quiera o no, está siempre en oposición virtual a algo que sería la verdad […] el problema no está en hacer la partición entre lo que, en un discurso, evidencia la cientificidad y la verdad y lo que evidencia otra cosa, sino ver históricamente cómo se producen efectos de verdad en el interior de los discursos que no son en sí mismos ni verdaderos ni falsos. Segundo inconveniente, es que se refiere, pienso, necesariamente a algo como a un sujeto. Y tercero, la ideología está en posición secundaria respecto a algo que debe funcionar para ella como infraestructura o determinante económico, material, etc. [MP: 181- 182]

Foucault cuestiona la validez de la utilización teórica de categorías universales porque no está interesado en el análisis de los contenidos de sistemas particulares de conocimiento; en vez de esto, le interesan los procedimientos, esquemas y dispositivos a través de los cuales el conocimiento en general –con sus categorías de verdad- es producido y utilizado para el gobierno de los grupos sociales. En otras palabras, para Foucault el concepto de ideología remitiría a un afuera que sería necesariamente verdadero: si la ideología es una representación imaginaria de la relación de los individuos con las relaciones de reproducción, entonces la implicación es que habría una relación “verdadera” entre los individuos y las relaciones. Pero esta relación verdadera es para Foucault inaceptable, en la medida en que considera demostrable que la verdad es producida a través de prácticas de poder . Pero además para Foucault el poder moderno no toca a los individuos sólo en el dominio de lo consciente y cognitivo, en el dominio de sus sistemas de creencias, sino a través de las varias formas de constricción constitutivas de sus prácticas sociales, las cuales infiltran no tanto las mentes como los cuerpos.

Por otro lado, existen críticas post-marxistas como la de Laclau y Mouffe. [2001 (1985)], que pretenden capitalizar las teorizaciones del post-estructuralismo. En particular, Laclau y Mouffe tienen raíces en Derrida [Zhao 18(1) 1993]. El deconstruccionismo de este parte de la noción estructuralista de oposición binaria y de su sugerencia de que el lenguaje es una cuestión de diferencia con el objeto. A pesar de esto, el estructuralismo retiene la relevancia del referente. El postestructuralismo lleva al infinito la noción de diferencia. En Derrida, la diferencia estructuralista se convierte en defferance, deferencia, juego sin fin de diferencias que difuminan el significado a lo largo de toda la cadena del lenguaje. Por lo tanto, el deconstruccionismo niega la posibilidad de cualquier sentido coherente del mundo; también niega la posibilidad de dominar un texto y descubrir sus ideologías “ocultas”. Así, los productores culturales meramente crean materiales “brutos” que los consumidores pueden recombinar a voluntad, significantes flotantes libres de ataduras. [Zhao 18(1) 1993]..

Si Foucault, entre otros, critica a Althusser por retener la idea de una realidad concreta y verdadera exterior a la ideología, Laclau y Mouffe radicalizan todavía más la crítica epistemológica, negando radicalmente la noción de que podría haber objetos no-discursivos recuperables, es decir, objetos que no son construidos a través del discurso a los cuales se podría dirigir la teoría. En sí no niegan que pueda haber referentes externos al lenguaje, pero no ven relevancia en remitirse a estos. Así, ven la sociedad exclusivamente como un campo discursivo, sin una realidad por fuera de los discursos que la constituyen. Como ya vimos, para ellos el campo de lo social se puede ver mejor como una red de diferencias más o menos esparcidas que entran en articulaciones móviles y cambiantes. En todo caso, el colapso de la distinción entre objetos y discursos tiene consecuencias drásticas para el concepto de ideología: “[…] si la realidad está constituida por y a través del discurso, y si el conocimiento objetivo es imposible, entonces mucho de lo que se dice acerca de la ideología como representación parcial, falsa y mistificada de la realidad [...] pierde todo significado” [Zhao 18(1) 1993: 74]

Por otro lado, Laclau y Mouffe retan la dimensión de clase que tiene el concepto de ideología en el marxismo. Si el post-estructuralismo puso el énfasis “sobre la inestabilidad de las relaciones entre los significantes y los significados y sobre el virtualmente ilimitado potencial de “libre juego” de los sistemas de significado”, estos autores extienden dicho énfasis al campo social y político para romper cualquier nexo de necesidad entre lo económico y lo político-ideológico [Zhao 18(1) 1993: 74]. Para ellos no hay conexión lógica alguna entre orientación ideológica y posición de clase. La clase es sólo una identidad política más. El significante construye el significado, la hegemonía política construye las identidades mismas de los agentes sociales. Por ello en vez del concepto de clase, Laclau y Mouffe promueven el concepto de articulación. Sin embargo, mientras la ideología pertenece a la superestructura, la articulación no tiene un plano de constitución predeterminado. Por fuera de la articulación no hay conexiones sociales; por lo tanto, no es posible que la economía determine en última instancia dichas conexiones.

Pero ni la posición de Foucault ni la apuesta teórica de Laclau y Mouffe eliminan la posibilidad teórica del concepto de ideología. Más bien, lo que señalan es la necesidad de modificarlo. En lo sustancial, creo que se puede aceptar la eliminación tanto de la referencia a categorías universales como a un referente externo que sería objetivamente real y sin embargo mantener una noción de la ideología como representación de la relación con las relaciones de producción. Como ya vimos, la comprensión del poder de Foucault contrarresta el énfasis marxista sobre la crítica centrada en el Estado y la economía, y promueve una crítica de la dominación por fuera de la línea de clase, en donde la diferencia y la otredad adquieren centralidad. Laclau y Mouffe permiten entender la hegemonía como la categoría política central, el elemento necesario para que las resistencias devengan políticas. Pues bien, creo que se pueden conservar estos desarrollos sin tener que eliminar la ideología. Por el contrario, me parece que la ideología es necesaria para un concepto robusto de resistencia.

Foucault no acepta que haya algo así como la “verdad”, pero justamente reconoce la existencia de regímenes de verdad, es decir, configuraciones de saber en las cuales existen categorías y nociones que se toman por verdaderas. En efecto, una cosa es decir que la verdad como tal no existe, y otra muy diferente decir que la verdad corresponde a una categoría sin un concepto unívoco, puesto que esta es precisamente definida a partir de juegos de saber-poder. Laclau y Mouffe, por su parte, no aceptan la referencia a una realidad exterior a los discursos, pero esto no es decir que se le deba negar a la ideología toda realidad discursiva; ciertamente, en cuanto discurso, la ideología es necesaria para la articulación dominante (por ejemplo, la ideología humanista es necesaria para la conformación política democrática-neoliberal) en tanto que implica la referencia al lugar del universal-vacío exterior a ella. Puede que el concepto de ideología no sea ya necesario para denunciar el falseamiento de algo que sería lo real-verdadero, pero en uno y otro caso, me parece que sigue teniendo legitimidad para denunciar tanto el ocultamiento de la restricción del acceso al universal- vacío como la pretensión de verdad que los discursos al servicio de la dominación articulan alrededor de dicho universal. Si bien no hay nada por debajo o más allá de ella, no por ello se debe disolver la ideología en el puro juego del lenguaje.

Resistencia-hegemonía-ideología

Capitalizando entonces: tanto el concepto de hegemonía como el de ideología deben ser vistos a la luz de las críticas y teorizaciones que se han desarrollado de manera posterior a sus formulaciones centrales. Por el lado de la hegemonía, creo que el concepto resiste ser ampliado para abarcar la articulación de la diversidad de antagonismos que están entrando en escena hoy día. Más aún, se requiere un concepto ampliado de hegemonía para permitir la entrada en escena de la diversidad de resistencias como proyecto político si no unitario, por lo menos articulado con una misma direccionalidad. Lo que a este respecto permite ver el análisis de Laclau y Mouffe es que la diversidad actual de antagonismos contiene en sí como elemento articulador un referente externo que opera para ellos como universal vacío, es decir, como horizonte deseado del cambio que no es alcanzable, pero que modula su movimiento conjunto. Y no solo esto, sino que la existencia de este referente externo inalcanzable es lo que permite en primer lugar que las resistencias se constituyan qua resistencias, es decir, es aquello que les viene a otorgar identidad como tales. Sin la constitución hegemónica del referente externo inalcanzable del universal vacío, las resistencias se quedarían en el plano de la oposición al término contrario en las relaciones de poder de las cuales participan, sin poder tomar el carácter político de luchas conjuntas contra la subordinación al sistema.

Y por el lado de la ideología, el concepto igualmente resiste los embates de las críticas de sustrato post- estructuralista, y se puede mantener como representación de la relación con las relaciones de producción, en tanto que dichas relaciones pueden ser otras. La ideología serviría a la articulación social dominante para ocultar la posibilidad de otras articulaciones sociales posibles: en tanto que amalgama a la diversidad de sectores e identidades alrededor de un valor que de manera hegemónica ocupa el lugar del universal- vacío, oculta la posibilidad de la reformulación y la extensión (lo que Laclau y Mouffe denominan en una palabra radicalización) de dicho universal y, consecuentemente, coarta la posibilidad de que se constituyan reclamos y agenciamientos en pos de él. La ideología mantiene cerrado el referente del universal- vacío, constituyéndolo como universal absoluto; el desenmascaramiento de la ideología no permitiría visualizar las relaciones sociales de producción “necesarias” o “verdaderas”, sino la posibilidad misma de otras relaciones sociales.

Así, el universal-vacío que implica el concepto de hegemonía de Laclau y Mouffe permite salvar el primer obstáculo que veíamos en el concepto de resistencia de Foucault: en la medida en que el lugar del valor en nombre del cual se articulan los antagonismos –ciertamente, el valor que sirve de núcleo constitutivo de las resistencias- se puede mantener a la vez que se abre dicho valor a la posibilidad de la lucha política; abierto a su radicalización, el riesgo totalitario se disipa. En otras palabras: en la medida en que dicho valor no se encuentra cerrado, sino que está abierto a la disputa política, a la reformulación hegemónica, se hace posible conservarlo como referencia de los movimientos de resistencia, por lo que desaparece o por lo menos disminuye la posibilidad de que sectores de resistencia radicales tengan la oportunidad de instaurar sus propios totalitarismos. La ideología aquí serviría para denunciar los discursos a través de los cuales se opera el cierre del valor que ocupa el lugar del universal, pero también, para denunciar cualquier pretensión totalitarista implicada en los valores en nombre de los cuales resisten los sectores más radicales.

En consecuencia, el segundo obstáculo también queda salvado. No se trata de que las resistencias obtienen su cohesión del hecho de que se oponen a la misma configuración dominante del poder; más bien, su cohesión viene dada por el hecho de que se constituyen alrededor de un valor que de manera hegemónica ha ocupado el lugar del referente universal dentro de una configuración social determinada. Este valor que ocupa el lugar del referente universal le otorga a las resistencias su identidad qua resistencias, y de esta manera las de coherencia. En las democracias neoliberales actuales, el lugar de este valor está ocupado por la libertad: en nombre de ella, es decir, sólo gracias a que la libertad ocupa dicho lugar, es que ha sido posible la eclosión de la
diversidad de movimientos emancipatorios que han aparecido en escena. Pero esto también quiere decir la necesidad de la extensión de la libertad más allá de las constricciones que presenta al interior de la conformación neoliberal.

El tercer obstáculo es bastante más problemático. Que las resistencias políticas ganen coherencia, que se articulen en su identidad misma alrededor de un valor o un conjunto de valores que aparecen sobre el horizonte inalcanzable del referente universal no implica de por sí que dichas resistencias pasen posteriormente a ser colonizadas por el actual sistema de producción, que ciertamente tiene la insidiosa costumbre de expandirse sin cesar. En otras palabras, que la libertad aparezca como el valor alrededor del cual se constituyen los diversos proyectos emancipatorios actuales que se oponen al neoliberalismo, a sus modos de vida, no quiere decir que estos proyectos estén exentos de ser absorbidos al interior de las reconfiguraciones de este. Sin embargo, si bien esto es particularmente cierto si se mantiene un concepto cerrado en el lugar del referente universal, adquiere bemoles en el momento en que se considera la posibilidad de la reformulación hegemónica del valor central, del valor de la libertad.

Las comunidades que tenemos hoy día terminan allí donde comienzan los intereses individuales: justamente, en la medida en que se construyen alrededor de una identidad común en el valor de la libertad, el hecho de ser “hombres libres”, sujetan, hacen a los individuos sujetos de la libertad y de la autonomía como valor central, de tal forma que los individuos anteponen su propia autonomía a lo común. La libertad adquiere, en la configuración neoliberal contemporánea, en la actual configuración del biopoder, el cariz del individualismo: la libertad que se promulga y promueve es libertad de acción del individuo. Y el modo actual de producción capitalista ciertamente se alimenta de esta forma de libertad. Muchas de las luchas emancipatorias, por su parte, adquieren la forma de la liberación del cuerpo individual, pero con esto parecen estar efectivamente al servicio del individualismo que alimenta la maquinaria productiva actual. Pero esta forma de la libertad no tiene por qué agotar las posibilidades del concepto; la libertad como libertad individual no tiene por qué coartar la posibilidad de constituir prácticas de libertad que no tengan en su centro la emancipación individual. Caben entonces dos opciones complementarias: la reformulación teórica del concepto que ocupa el lugar central del universal por un lado, y la invención de prácticas de libertad ajenas al concepto dominante de libertad individual por el otro. Entretanto, la ideología seguirá constituyendo la posibilidad de denunciar las formulaciones de la libertad al servicio de las relaciones de producción predominantes, en tanto que la hegemonía será la apuesta política necesaria para las formas de la libertad que logren mostrarnos una alternativa.

VS: Voluntad de saber
ECS: La ética del cuidado de sí como práctica de libertad
SP: El sujeto y el poder
MP: Mallas del poder
PK: Power/Knowledge

Referencias

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